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Anticiencia en los tiempos de COVID-19

Vivimos en tiempos de vertiginoso desarrollo tecnológico y es muy difícil, aún para los expertos más subespecializados, mantenerse al compás del ritmo marcado por la avalancha de conocimientos y aplicaciones que están redefiniendo todos los paradigmas clásicos de la adquisición del saber humano. Somos testigos de la emergencia de formas cada vez más sofisticadas de inteligencia artificial, del avance (no siempre ético) de la ingeniería genética y del remodelado del tejido social desde una visión local-nacionalista y humanista hacia un concepto global-universal y suprahumano (entiéndase, la cuasi escandalosa pretensión de dejar de ser Homo sapiens para aspirar a Homo deus); nuestro mundo parece girar alrededor de los bytes y no impulsado por valores sino por las conveniencias de un modelo productivo cada vez menos solidario pero más brutal en su deshumanización. Cuando se desencadena la pandemia de COVID-19 debíamos, con base a los avances citados, estar mejor dispuestos para enfrentarla… Pero ha acontecido un desastre de proporciones bíblicas porque se derribó la muralla de nuestra autosuficiencia al ceder su punto más débil: el cimiento de barro colapsó por culpa de la heterogeneidad de una sociedad disfuncional y con desigualdades abismales, un mosaico variopinto y alocado de múltiples intereses y necesidades competitivas entre sí y a menudo irreconciliables. La desigualdad, la anisotropía y dispersión funcional de las sociedades quedan al desnudo y ya nadie puede sostener falacias como aquella de que “estamos todos en el mismo barco”: Mentira flagrante que a la luz de los acontecimientos resulta ofensiva, con tanto desabastecimiento de insumos de salud y una red hospitalaria ruinosa, ya al borde del colapso desde antes que apareciera en el escenario el coronavirus-19.

Cada vez que la humanidad se ve amenazada han sido los hombre de Fe, Ciencia y Conocimiento los que buscan dimensionar el problema, encontrar una salida, implementar soluciones y sentar bases para el manejo de futuras crisis. Hoy, 2020, con tanta ciencia avanzada a nuestro servicio, el comportamiento general no es muy diferente al de la época de la Peste Negra, en el siglo XIV: La búsqueda de nuevos ídolos, la aparición de falsos mesías y profetas apocalípticos, la necesidad de aferrarse a creencias y medicinas mágicas, el esbozo más o menos caótico de teorías de conspiración no son tan diferentes a las respuestas del hombre del medioevo, sus flagelantes y bailes de San Vito… Al menos a muchos de ellos les fortalecía la Fe, algo que ya quisiéramos para los vándalos y pirómanos de hoy, que queman iglesias y derriban monumentos por doquier y a mansalva.

Pero es que hay, contrario al sentido común, una creciente y vigorosa contracorriente de personas con mediocre o deficiente formación intelectual que se han tomado por asalto las redes sociales, los nuevos y muy necesarios medios de comunicación. Opinan (o más bien contaminan el ciberespacio) youtubers, influencers, gurús, pseudocientíficos, renegados y conspiradores de todas las calañas, pero con un común denominador: de manera carismática y provocadora, escandalosa, hacen gala de su falta de preparación e ignorancia, pontificando sin criterio sobre temas que deben ser manejados con respeto y mesura. Aclaro que hasta personas del mundo de la ciencia han sido atraídos a estos abismos, colaborando con datos a medias, conjeturas revestidas de una delgada capa de barniz científico. Se asume que la libertad de expresión garantiza espacios para todos, pero como también hay libertad para ser estúpido y hasta cínico sin violar la Ley, el sujeto común se ve inundado de noticias fraudulentas y no entra en contacto con la información que de verdad necesita: cómo actuar inteligentemente en tiempos de crisis mundial por COVID-19.

Es cool ir en contra de la corriente, sobre todo si tus créditos científicos y culturales son escasos… Tienen multitud de fieles discípulos y seguidores los antivacunas, los que afirman que el SARS-CoV-2 ya está malévolamente inoculado en el algodón de los hisopos, aquellos que reniegan del uso de mascarillas, los bebedores de plata o dióxido de cloro, los defensores de la libre exposición a un virus que ha probado ser letal y con un potencial infeccioso nunca visto… Todos causan un impacto demoledor comparado con el de los tímidos y asépticos empujes de los expertos, muchos de bajo perfil mediático, a menudo intimidados por la turba que arremete contra todo aquello que no está en consonancia con su pueril visión del mundo.

Ha llegado el momento de explicar a la gente que no son los anticiencia ni los terraplanistas los que se han ganado el derecho de marcar las pautas de manejo de esta pandemia. Son los auténticos líderes de opinión, muchos de ellos en laboratorios, otros en hospitales y universidades; desde los púlpitos y estrados se erigen verdaderos gigantes morales que alzan la voz tratando de hacerse escuchar en esta cacofonía del absurdo y del culto al tremendismo que martiriza nuestros tímpanos. Escuchemos sin prejuicios y hagamos todas las preguntas pertinentes, pero aceptemos que la conducción del destino del mundo debe quedar en manos de los más aptos, los mejor entrenados. Cada uno, según sus talentos y potenciales fortalezas puede colaborar, día a día, para que estas directrices sean exitosas, inspiradas en ciencia de verdad y no en fábulas, mitología o terrores ancestrales. Dejo el reto abierto para todos: ¿Somos parte de la solución o parte del problema? ¿Somos mujeres y hombres de ciencia y criterio sólido o tan solo estaciones repetidoras de fraude y escándalo? Como médicos, por amor a esta profesión, vale la pena estar del lado correcto: de la ciencia honesta (otra quimera, quizás) y de la búsqueda del bienestar y de la educación y el acceso irrestricto a la Salud de todas las personas… aún de los anticiencia.


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